¿Por qué tenemos un mundo tan perdido, lleno de odio y violencia?
Solo la Verdad nos hará libres y felices. Dios es la Verdad y un corazón que no la conoce se mantiene condenado a la insatisfacción y la inquietud, sumergido en una obscuridad que le incapacita reconocer de donde viene y a dónde va; vive en el sin sentido.
Al no conocer el nombre de la Verdad, la persona se hace de todo aquello que le da un bien inmediato, entronizándolo como lo más sagrado para sentirse seguro en él. En otras palabras, lo hace su dios. Este dios inmediato, como cualquier figura divina, rige la vida de la persona que lo anhela; es tan importante agradar a su dios, aquel que le da felicidad, aunque esta sea falsa, que estará dispuesto a perder la vida por ello. Una persona solo puede arriesgar la vida por lo que tiene como más sagrado.
Los dioses inmediatos, son casi siempre los mismos: dinero, placer, poder, odio, o reconocimiento; dioses falsos que no llenan el corazón del ser humano sino que en cambio, lo dejan más vacío y hambriento de felicidad . Los dioses falsos dejan en conflicto perpetuo a quien los sigue. ¿A qué dios le hemos entregado nuestra vida?
Nuestras sociedades se han empeñado por acabar con la Verdad, y con ello han hecho muy difícil conocer al Dios verdadero; luego se preguntan “¿por qué tenemos un mundo tan perdido, lleno de odio y violencia?”
«La rebelión e hipocresía para con Yavé, y la infidelidad a nuestro Dios, nuestras traiciones y revueltas y nuestros pensamientos y juicios injustos. Se ha expulsado al derecho así que la justicia no pudo acercarse; la verdad ha sido maltratada en el tribunal y la rectitud ya no tuvo allí acceso.» (Is. 59,13-14)
Al sacar a Dios del corazón del ser humano queda la imposibilidad de tener paz.
Nos hemos aferrado a querer que lo inmediato sea nuestro dios, convenciéndonos de que lo divino está hecho a la medida de nuestros deseos, y fingiendo que Dios quiere lo que nosotros queremos. Cuando en realidad Dios quiere lo que es bueno para cada uno de nosotros.
El único Dios verdadero, es el Dios de la paz, el amor, y de la felicidad plena. El Dios que nos invita a caminar por desiertos para llegar a tierras donde se mana leche y miel. Quien nos enseña que no se debe renunciar al bien por el interés y que el sacrificio por amor es el único que dignifica; aquel que nos dice constantemente “Yo soy el camino, la verdad y la vida.” Este Dios es Jesús de Nazaret, el Cristo, a quien hemos buscado eclipsar tras nuestra pasión por lo inmediato, y que, sin embargo, nuestros corazones anhelan alcanzar incansablemente.
Ocultar qué Jesús es esa felicidad que buscamos, nos extravía, dejándonos varados en el desaliento y el delirio. Un corazón sin Cristo, sin la Verdad, siempre será un corazón en conflicto. Una sociedad donde muchos vivan sin tener a Cristo en su corazón, siempre será una sociedad en guerra. Juárez, Chihuahua, México , América y el mundo entero necesitan escuchar a Jesús antes de que sea demasiado tarde para muchos.
¿Cuántas veces ha querido Dios reunirnos y cuidarnos bajo su amor y nosotros lo hemos rechazado?
«Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, la gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo.» (Jn.17, 24)
Los que matan no tienen miedo de gritar el nombre de su dios con balas. Por ello no hay que tener miedo de gritar con nuestras vidas el nombre de Dios en las calles, en las redes, en la familia, y gritarle a todos los corazones que ¡Cristo vive, Cristo reina por la eternidad!
«El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién me he de atemorizar?»(Sal 27:1)
Ellos gritan con la muerte, nosotros con la vida; y sabemos que no encontraremos la derrota, porque nuestro Dios ha vencido a la muerte. ¡Esta es nuestra buena noticia que Jesús es la salvación y nuestra felicidad!
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.» (Jn. 3,16)
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